Este artículo fue escrito para la revista Ser Padres allá por 1996. No tengo constancia de que se llegara a publicar; el texto que conservo tiene algunos párrafos incompletos, que he completado o suprimido, y también alguna redundancia.
Me siento a la mesa de un lujoso restaurante. Las endivias al roquefort están excelentes. Un camarero, reloj en mano, me vigila. De pronto, me arrebata el plato con gesto vivaz.
– ¡Oiga! ¡Que no he acabado!
– Lo siento, diez minutos. Venga, coloque la cabeza sobre mi hombro. – Me da unas palmaditas en la espalda. – ¡Vamos, señor, haga ya el eructo!
– Pero si yo nunca eructo…
– Tranquilo, relájese, – las palmaditas se hacen más insistentes – tiene que echar esos gases.
Finalmente me deja por imposible.
– Bueno, ya hará el eructo después. Tenga el segundo plato.
La merluza a la vasca debe estar también muy buena. Miro de reojo al camarero, y apenas noto el sabor. Como rápido, nervioso, temiendo que me vuelvan a dejar a medias. Pero la ración es enorme, y no me lo puedo terminar. “Que se lo lleve si quiere”, pienso mientras dejo el tenedor sobre la mesa. El camarero me mira, mira el reloj, confuso al principio y luego con aspecto ofendido.
– Vamos, siga comiendo.
– No quiero más, gracias.
– Venga, no sea tonto, ¡si está muy bueno!
Ante mi asombro, me agarra por los hombros y empieza a zarandearme mientras canturrea:
– ¡Ea, ea, ea!
Sólo para cuando me llevo el tenedor a la boca. Pero, ¡hay de mí si me detengo unos segundos! El zarandeo es cada vez más violento, los gritos más apremiantes. No me atrevo a llevar la contraria al que evidente es un loco, y tal vez un loco peligroso. Pronto descubro que el gesto de llevarse el tenedor a la boca le tranquiliza, aunque el tenedor esté vacío. Puedo advertir su enojo cuando descubre mi estratagema, pero parece no saber qué hacer para obligarme a llenar el tenedor, y mientras mis movimientos sean rápidos no hay zarandeos. Por fin, mira su reloj, y parece tan aliviado como yo.
– ¡Diez minutos! – Exclama, y se lleva el plato.
Mi único pensamiento es escapar de esta casa de locos.
El aire fresco y el perfume de la primavera me hacen olvidar el incidente. Tras un breve paseo, la terraza de una cafetería me recuerda que no he tomado postre.
– Un café y una tarta de frambuesa.
La expresión del camarero parece una mezcla de sorpresa e indignación.
– Perdone, señor, pero ¿a qué hora ha comido usted?
– A las dos.
Sólo la sorpresa me impide añadir:
– ¿Y a usted qué le importa?
El camarero parece triunfante.
– Justo lo que me temía. Són las tres y media; hasta las cinco no le toca volver a comer.
– ¡Cómo que no me toca! ¡Me apetece un café, y lo quiero ahora!
– Sólo hace hora y media que ha comido. No puede tener hambre tan pronto.
– ¡Le digo que tengo hambre!
– Tonterías, no es más que un capricho. Puede gritar todo lo que quiera, pero no le serviré nada más que agua hasta que hayan pasado tres horas.
Decididamente, la ciudad parece estar llena de camareros locos. Me dispongo a irme, no quiero más problemas con un individuo que podría ser peligroso. En el último momento, se me ocurre una pregunta capciosa:
– ¿Tres horas desde que empecé a comer, o desde que acabé de comer?
El camarero acusa el golpe. Su desconcierto es evidente. Me retiro, triunfante, antes de que encuentre una respuesta ingeniosa. “Le he dado una buena lección”, pienso; pero pronto mi alegría se desvanece: “y yo me he quedado sin postre”.
Para muchos de nuestros niños, esta pesadilla se convierte en cotidiana realidad. ¿De dónde pueden venir unas normas tan absurdas como los horarios que durante décadas han regido la alimentación infantil?
En nuestro país, su implantación ha sido lenta.
En 1908, el Dr. Vidal recomendaba tomas de 10 a 15 minutos, cada dos horas y media durante los dos primeros meses y cada tres a partir del tercero.
En 1928, el Dr. Goday recomendaba dar el pecho cada dos horas el primer mes, cada dos y media el segundo y tercero, y cada tres horas en los meses siguientes. No recomienda una limitación de la duración de las tomas, pero explica que pueden variar entre 8 y 12 minutos, aunque en algunos casos llegan a 15 o 20.
En 1949, el Dr. Ramos recomienda dar sólo 15 a 20 minutos (de un sólo pecho o entre los dos) cada 3 horas, que podrán ser 4 en los niños robustos.
En 1972, el Dr. Martínez Callén recomienda dar un sólo pecho por toma, entre 15 y 20 minutos, cada 3 o 4 horas.
A principios de este siglo [XX] empezó a ponerse de moda la lactancia artificial. Hasta entonces, casi todos los niños tomaban el pecho de su madre o de una nodriza, y los esporádicos intentos de lactancia artificial solían terminar en fracaso.
La mortalidad de los niños con lactancia artificial era tan elevada que la naciente pediatría decidió abordar el problema de un modo científico, regulando al mismo tiempo la composición de la leche (tan complicado era el proceso que aún hoy la leche del biberón se llama “formula” en inglés) y la frecuencia de las tomas. Se calcularon las necesidad calóricas del recién nacido, se midió la capacidad de su estómago, y una sencilla división permitió calcular cada cuánto tiempo había que llenar el depósito: cada cuatro horas.Cuatro horas era, precisamente, el tiempo que tardaba en vaciarse el estómago de los bebés que tomaban leche de vaca, y la coincidencia convenció a los indecisos.
Al mismo tiempo, se modificó la leche de vaca, añadiendo agua para diluir su exceso de sal y proteínas, y añadiendo azúcar y otros ingredientes. Con los cambios en la composición de la leche, la precaria salud de los niños que no tomaban el pecho comenzó a mejorar; y como esto había coincidido con la implantación del horario, se empezó a creer que era el reloj el que había obrado el milagro.
Así es como se llegó al convencimiento de que, para dar el biberón con unas mínimas garantías, era fundamental seguir un horario estricto. Pronto los “expertos” quisieron aplicar también este horario al pecho.
Amamantar según el reloj es un invento reciente y poco extendido. Ningún otro mamífero sobre la faz de la tierra ha usado jamás un reloj para dar el pecho. Sólo en los países occidentales, y sólo durante este siglo.
Las ciervas amamantan a sus hijas, y no saben qué hora es. Las leonas dan el pecho, y no tienen reloj. ¿Tienen reloj (sumergible) las ballenas? ¿Por qué quieren hacernos creer que sólo la mujer, entre todos los mamíferos del mundo, necesita una reloj para saber cuándo ha de mamar su hijo?
Sólo en los países occidentales, y sólo durante este siglo, llegó a extenderse la idea de que hay que dar el pecho siguiendo un horario.
¿Cómo puede tener hambre, si sólo hace media hora que mamó?
Si un niño toma biberón, y en una de las tomas se deja la mitad, ¿le darán la otra mitad a la media hora, o le harán esperar cuatro horas hasta que “le toque”?
¿Se “empachará” si mama antes de tres horas?
¿Acaso se “empacha” por tomar el segundo pecho cinco minutos después del primero? Si puede volver a mamar al cabo de 5 minutos, ¿por qué no al cabo de 15, o de 50?
¿No es verdad que en 7 minutos han acabado de mamar?
El 80% de los niños toma el 80% de la leche en menos de 7 minutos. Pero puede hacer falta bastante más tiempo para que el 100% de los niños tome el 100% de la leche, que es de lo que se trata.
¿No es una esclavitud para la madre darle el pecho cada vez que pide?
Todo lo contrario. La esclavitud es estar pendiente del reloj. Tener que pasar horas oyendo llorar a su hijo, o entreteniéndole e intentarlo calmarle, con lo fácil que sería darle el pecho cuando lo pide y ya está.
¿No pasará todo el día colgado al pecho?
Es curioso cuánta gente está convencida de que los bebés, si les dejasen, estarían todo el día mamando. Si de verdad piensan que un niño necesita mamar todo el rato, ¿Cómo se atreven a recomendar que le dé cada 4 horas? En realidad, los bebés a los que se da el pecho a demanda suelen mamar unas 12 veces al día.