Estas son dos versiones del prólogo que escribí en 2013 para el libro Una nueva paternidad, de varios autores.¿Querrá creer que no recuerdo cuál de las se publicó finalmente? Claro, tengo un ejemplar del libro en alguna parte, pero ahora mismo no lo encuentro. Si quiere resolver el enigma, tendrá que buscar el libro y leerlo.
Prólogo
Carlos González
Los padres varones fuimos apartados de la crianza de nuestros hijos, especialmente a partir de la revolución industrial. Nos sacaron del taller artesanal, que estaba en el portal de nuestra casa, o de los campos de labranza vecinos, donde estábamos en contacto continuo con nuestra esposa e hijos, y nos enviaron a una lejana fábrica o a una lejana oficina, donde pasamos ocho (o muchas más) horas al día separados de nuestros seres queridos. Nos ofrecieron una nueva identidad, definida no por nuestra vida real, sino por nuestra vida laboral (y si alguien nos pregunta “¿qué eres?” contestaremos “taxista”, “médico”, “carpintero” o “comercial”, en vez de contestar “persona”, “esposo”, “padre”, “aficionado a la música” o “socio del Betis”). El trabajo era originariamente lo que hacíamos para “ganarnos la vida”; teníamos claro que el trabajo es una cosa y la vida otra. Pero hemos acabado creyéndonos que la vida es el trabajo, convirtiéndonos en el señor que llega tarde a casa, riñe a los que han sido malos (“¡verás cuando llegue tu padre!”) y da el beso de buenas noches.
Pero muchos nos hemos dado cuenta de que nos falta algo. No queremos aceptar ese papel que la sociedad nos reservaba. Queremos implicarnos plenamente en nuestra familia, queremos vivir de verdad. Y al ser padres nos damos cuenta de que nada de lo que hemos hecho antes o de lo que podremos llegar a hacer en el futuro es tan importante como amar y cuidar a nuestros hijos. Es lo más trascendente, tal vez lo único trascendente. Cuando el fruto de nuestro trabajo, los objetos que construimos, las casas que edificamos o los libros que escribimos hayan vuelto al polvo, los hijos de los hijos de nuestros hijos poblarán aún la tierra, mientras exista la humanidad. Y algo de nosotros quedará en ellos. No sólo algo de lo que hemos sido, alguno de nuestros genes, el perfil de nuestra nariz o el color de nuestro pelo, sino también algo de lo que hemos hecho, el vago recuerdo de una caricia, de una palabra, de un consejo.
De mis cuatro abuelos sólo conocí a una abuela, y de mis bisabuelos nunca supe el nombre. Pero yo no sería el que soy, no viviría como vivo, no pensaría lo que pienso, si mis padres me hubieran tratado de otra manera. No son sólo las enseñanzas o los consejos que tal vez recuerde, las normas morales o de conducta que me inculcaron; es mucho más, la actitud, la sonrisa, las prioridades y las decisiones, los gestos mil veces repetidos. Pero tampoco mis padres se hubieran comportado de aquel modo si sus abuelos no los hubieran criado de cierta manera. Y así, por extraños senderos, esos bisabuelos cuyo nombre ignoro guían mi vida, y así, confío, lo que ahora hago influirá en la vida de mis tataranietos. Ójala sean sólo las cosas buenas. Ójala, en algún lejano futuro, un padre cuente un cuento porque yo he contado, un padre escuche porque yo he escuchado, un padre abrace porque yo he abrazado.
En algunas épocas, los padres varones se han visto apartados de los niños pequeños, relegados por la sociedad a un papel secundario (más aún de lo que ya nos relega la biología). Tal vez nuestros padres o abuelos cantaron pocas nanas, cambiaron pocos pañales, consolaron pocos llantos. Pero me enorgullece pensar que siempre, desde hace miles de años, los buenos padres han trabajado para ganar el pan de sus hijos. Aunque fuera alejados, en la fábrica o en la oficina.
Prólogo
Carlos González
Hace unos años leí no sé dónde una de esas historias con moraleja que últimamente han vuelto a ponerse de moda (por culpa del correo electrónico):
Un peregrino encuentra, a la vera del camino, a tres hombres que trabajan.
– ¿Qué hacéis? – les pregunta, curioso.
– Pues ya ves, picando piedra… – contesta el primero.
– Doy de comer a mis hijos – dice el segundo.
– Construyo una catedral – explica el tercero.
Algo me chirría en esta historia. Algo está mal. Porque la estructura es vieja como el mundo, y la hemos visto en cientos, miles de cuentos. Siempre hay tres. El hombre que tenía tres hijos, el que consultó a tres sabios, los tres pretendientes de la princesa, las tres hijas del rey Lear, los tres platos de sopa que probó Ricitos de Oro en casa de los tres ositos… Y siempre, siempre, siempre, el bueno es el tercero.
Claramente, para el que contaba la historia había una progresión: picar piedra es algo banal, dar de comer a los hijos es algo importante, construir una catedral es algo trascendente.
Pero no estoy de acuerdo. Pienso que dar de comer a nuestros hijos (en un sentido más amplio, criarlos, protegerlos y educarlos) es lo más trascendente que podemos hacer. Tal vez lo único trascendente. Cuando la catedral haya quedado reducida a escombros cubiertos por la hiedra, los hijos de los hijos de nuestros hijos poblarán aún la tierra, mientras exista la humanidad. Y algo de nosotros quedará en ellos. No sólo algo de lo que hemos sido, alguno de nuestros genes, el perfil de nuestra nariz o el color de nuestro pelo, sino también algo de lo que hemos hecho, el vago recuerdo de una caricia, de una palabra, de un consejo.
De mis cuatro abuelos sólo conocí a una abuela, y de mis bisabuelos nunca supe el nombre. Pero yo no sería el que soy, no viviría como vivo, no pensaría lo que pienso, si mis padres me hubieran tratado de otra manera. No son sólo las enseñanzas o los consejos que tal vez recuerde, las normas morales o de conducta que me inculcaron; es mucho más, la actitud, la sonrisa, las prioridades y las decisiones, los gestos mil veces repetidos. Pero tampoco mis padres se hubieran comportado de aquel modo si sus abuelos no los hubieran criado de cierta manera. Y así, por extraños senderos, esos bisabuelos cuyo nombre ignoro guían mi vida, y así, confío, lo que ahora hago influirá en la vida de mis tataranietos. Ójala sean sólo las cosas buenas. Ójala, en algún lejano futuro, un padre cuente un cuento porque yo he contado, un padre escuche porque yo he escuchado, un padre abrace porque yo he abrazado.
En algunas épocas, los padres varones se han visto apartados de los niños pequeños, relegados por la sociedad a un papel secundario (más aún de lo que ya nos relega la biología). Tal vez nuestros padres o abuelos cantaron pocas nanas, cambiaron pocos pañales, consolaron pocos llantos. Pero me enorgullece pensar que siempre, desde hace miles de años, los buenos padres han trabajado para ganar el pan de sus hijos. Aunque fuera construyendo catedrales.