Siete reflexiones sobre la alimentación de los niños
Este artículo fue escrito para la revista Ser Padres, y publicado probablemente en 1999 (no, no registro esas cosas). Las revistas siempre tienen que pulir los artículos, acortar o añadir o cambiar de sitio los párrafos para que cubran exactamente las páginas asignadas. Éste es el manuscrito que yo envié, corregido y actualizado ahora, en 2016.
La comida es un tema que preocupa a muchas madres. Cada mañana, millones de madres en todo el mundo se preguntan: “¿Dónde encontraré hoy algo para dar de comer a mis hijos? Y cuando acaben ellos, ¿quedará algo para que coma yo también?”
Ninguna de esas madres va a leer esta revista. Nuestras lectoras no tienen ningún problema con la comida, porque tienen comida de sobras. Pero, a pesar de todo, sus cartas nos demuestran que están preocupadas por la comida. Desesperadas, a veces.
No es fácil criar y educar a los hijos, y bastantes problemas requieren ya nuestro tiempo y nuestra atención como para encima buscar problemas donde no los hay. Nuestros hijos crecen demasiado rápido, y nos necesitan intensamente, pero durante pocos (¡ay, tan pocos!)) años. Aunque ahora le parezca increíble, dentro de 20 años criar niños no será más que un recuerdo lejano.
Que sea un hermoso recuerdo. Las siguientes reflexiones van destinadas a evitar los problemas con la comida, para que usted pueda dedicar su tiempo a disfrutar de su hijo, en vez de a pelear con él en torno a una cuchara.
1.- Su hijo no tiene un pelo de tonto
“Gran mortandad de animales. Segovia, de nuestra redacción.- Cientos de conejos, y docenas de jabalíes y ciervos, han aparecido muertos en los bosques cercanos a esta capital. Según los expertos, murieron de hambre en medio de verdes y tiernos pastos, porque eran malos comedores.”
¿Se imagina una noticia así en la prensa? ¡Vaya tontería! Nadie le tiene que explicar a un conejo cuánto tiene que comer, un animal sólo muere de hambre cuando no hay comida. Ni tampoco hay que decirles qué comer; los conejos son herbívoros, y ninguno se confunde y se pone a comer carne o insectos.
Pues lo mismo le ocurre a las personas, incluyendo a los niños. Su hijo sabe cuánto necesita comer. No lo dude ni por un momento. Hace ya muchos años, unos estudios científicos realizados en el Canadá demostraron que los niños de uno o dos años, cuando les dejaban elegir entre una amplia variedad de alimentos y comer solos, elegían una dieta equilibrada y comían una cantidad adecuada.
¿Equilibrada? ¿No se lanzaban sobre el chocolate? Siga leyendo…
2.- Los niños pequeños no van solos a los bares
Ni a los restaurantes, ni al mercado. Su hijo sólo puede comer lo que usted le da. Si usted no compra chucherías y golosinas, su hijo no las comerá (al menos por ahora). La responsabilidad de que la comida sea sana y nutritiva es de la madre. Si en aquel experimento canadiense hubieran dado a elegir a los niños entre coliflor hervida, caramelos, “ganchitos” y pasteles de chocolate, tal vez su dieta no hubiera sido muy adecuada. Pero si les dan a elegir entre frutas, verduras, macarrones, pollo, huevos… los niños eligen adecuadamente.
¿No acabo de decir que los animales también saben elegir la composición de su dieta? Es cierto. Pero los animales no pueden elegir chucherías ni golosinas, porque en el bosque no hay. Nuestros hijos nacen con un mecanismo automático que les permite elegir, entre los distintos alimentos naturales a su alcance, una dieta razonable. Por ejemplo, a los niños les encantan los dulces. Durante millones de años, los únicos dulces eran la leche materna (más dulce que la de vaca) y la fruta, cargadita de vitaminas; el gusto por lo dulce era muy útil para que los niños tomasen una dieta sana. Pero se inventaron los dulces artificiales, más dulces aún que la fruta, y el mecanismo de control se descontroló. La evolución lleva milenios, y nuestros hijos todavía no están preparados para controlar por sí mismos la ingesta de dulces. Les tendremos que ayudar.
3.- Dos no se pelean si uno no quiere
“Es que no hay manera”. “Se cierra en banda”. “Es tozudo, tozudo”. “No hay manera de hacerle entrar en razón”. “No le da la gana de hacer una comida en condiciones”. ¿Es así su hijo? ¿Y él, que diría de usted? “Mira que le digo que no tengo hambre, pero ella sigue, y sigue…”.
Una amiga nuestra tenía un hijo que “no comía”. Siempre dejaba más de la mitad en el plato. Nuestro hijo tenía un año menos, y sí que comía. “¿El vuestro come? — Pues sí, claro. — ¿Se acaba el plato? — Sí, se lo acaba todo”. La respuesta no hacía sino aumentar su preocupación, convencida de que “todos comen menos mi hijo”. Casi nos daban ganas de decirle una mentira piadosa (“pues no, tampoco come, ni a tiros”).
Un año alquilamos un apartamento grande y nos fuimos juntos de vacaciones. Llegó la hora de la comida; y al ver el plato de nuestro hijo, nuestra amiga, “con la color mudada”, que decían los antiguos, apenas pudo balbucear: “¿Sólo le ponéis eso? — Sí — Pero, ¿es bastante? — Hombre, claro, a su edad no iba a comer más…”. Rápidamente fue a vaciar el plato de su hijo, ¡le había puesto el triple! Nunca más ha tenido problemas con la comida.
Los problemas con la comida surgen de un desequilibrio entre lo que le niño come y lo que la madre cree que tendría que comer. Jamás he visto un caso en que el equivocado sea el niño. Hay dos maneras de evitar la cotidiana pelea: que el niño coma más (lo que no puede hacer, porque vomitaría), o que la madre deje de obligarle a comer. ¿A qué espera para dar el primer paso?
4.- ¿Comer para vivir, o vivir para comer?
“Si no te acabas la verdura, no hay postre”. “Si recoges los juguetes, te compro un helado”. “¡Castigada sin postre!”.
¿Cuántas veces se nos escapan frases como estas? Con ellas enseñamos a nuestros hijos que la comida no es sólo comida, sino una gratificación (especialmente las golosinas) o un castigo (sobre todo las frutas y verduras). Les enseñamos a comer o no comer por motivos ajenos al hambre, y por tanto a los mecanismos de control de nuestro organismo. A vivir para comer, o a ordenar su vida en función de la comida.
Si no comemos para satisfacer el hambre, sino para satisfacer otras necesidades, corremos el riesgo de comer bastante más de lo que necesitamos. ¿Cuántas obesidades nacerán de esta confusión?
5.- Comer a sus horas
Su hijo ha tomado, y probablemente sigue tomando, el pecho a demanda. Cuando tiene hambre mama, y ya está. De este modo aprende a escuchar y seguir sus propias sensaciones, y a comer exactamente lo que necesita, según su apetito. Si su hijo ha tomado el biberón, también lo habrá hecho a demanda (la ESPGAN, Sociedad Europea de Gastroenterología y Nutrición Pediátricas, recomienda claramente, desde 1982, que el biberón se dé a demanda). Pero todavía encontrará partidarios de teorías antiguas, defendiendo la presunta importancia de dar papillas, biberones e incluso el pecho “a sus horas”. La presunta importancia para la salud de “comer a sus horas” es uno de los mayores mitos de nuestro tiempo. ¿Acaso desayuna, come y cena usted a la misma hora los domingos y los jueves?
Por supuesto, tarde o temprano nuestro ritmo de vida nos impone un horario. Hay que desayunar antes de ir al trabajo, y comer al salir. Por eso mismo, no es necesario que “acostumbre” usted a su hijo a un horario, ya se lo encontrará cuando vaya al cole. ¿O es que piensa que, si no le enseña bien, comerá paella en clase de matemáticas?
Hasta entonces, aproveche estos meses o años de tranquilidad para enseñarle a su hijo algo mucho más importante que los horarios: a comer siguiendo sus propias necesidades, cuando quiera y la cantidad que quiera. Permita que su mecanismo de control del apetito se afiance sobre señales internas, y no sobre estímulos externos. Es un regalo para toda la vida.
Eso significa que sí, se puede comer “entre horas”. No sólo no es malo para la salud, sino que es mucho mejor. Se ha demostrado que los que toman comidas pequeñas y frecuentes (“picotean”) tienen el colesterol más bajo y menos tendencia a la diabetes. Comer entre horas sólo es “malo” si se comen cosas “malas”; hace usted bien en no dejar que su hijo picotee caramelos o patatas de bolsa, pero no hay ningún problema en que coma pan, fruta, zanahorias… Si después no cena, ¿qué más da? “No comer por haber comido, nada se ha perdido”.
6.- Recuerde su propia infancia
“Yo me lo acababa todo”. “Yo no hacía el tonto con la comida”. “A mí me enseñaron a comer de todo”. Seguro, pero ¿a qué edad?
Los excelentes modales en la mesa y la actitud madura y responsable que usted recuerda, ¿no serán recuerdos de sus 12 o 14 años? ¿De verdad recuerda usted cómo comía a los dos años? Pregunte a su madre…
Hay otro motivo por el que hemos de recordar nuestra propia infancia. Muchas veces nos dicen que nuestros hijos no comen por “espíritu de oposición”, para “afianzar su personalidad”, o (en la versión más negativa) para “manipular a sus padres” o para “probar hasta dónde pueden llegar”. ¿Recuerda usted haber hecho alguna vez una cosa así? ¿Alguna vez pensó “la coliflor no está mal, pero voy a fastidiar a mi madre, así que no me la comeré, ¡ja, ja, ja!” (risa malévola)? ¿No será más bien que la coliflor le producía unas náuseas insuperables, que cuando volvía del colegio y notaba aquel olor repugnante ya se echaba a temblar pensando en la pelea que vendría a continuación? ¿Consiguió convencer a sus padres de que no podía con la coliflor, o “aprendió” a comer de todo a base de gritos y castigos? Tal vez su hijo come coliflor tan ricamente, pero le da asco el pescado, o las manzanas, o las lentejas…
7.- Pero ¿usted de parte de quién está?
¿Qué hace perdiendo el tiempo en leer estos absurdos consejos? ¿De verdad cree que yo, sin haber visto nunca a su hijo, sé mejor que él lo que le conviene comer?
Cuando surja un conflicto entre las necesidades de su hijo y las opiniones de un libro, de un experto, de una vecina o de una cuñada, tendrá usted que tomar partido. ¿De parte de quien se pondrá?